jueves, 24 de febrero de 2011

Amsterdam. ¿Ciudad del pecado?

Con "ciudad del pecado" no me refiero a las Vegas, aunque desde luego Ámsterdam tiene que ser más a la europea, todo más casto, menos material, más erudito y cultural. Las bicicletas asesinas, las drogas blandas, los protectores cristales del barrio rojo, y la legislación que se esconde detrás de todo ese mundo liberal, hacen que la Venecia del Norte tenga más de Venecia, que de pecado.
Pero aún así, Ámsterdam es un refugio, una escapatoria para todo aquel europeo (o no), que esté cansado de la rutina de prohibición y regla absurda que sólo consigue abrir una vía hacia la ilegalidad.


Allá arriba, la vida pasa tranquila, al impulso único de los timbrazos de las bicis, que al momento se ahogan en el agua del canal más cercano, o en el repiqueteo de la lluvia muda y constante.
Si hace frío, el olor a maría que desprenden por las calles los coffeshop te invita a entrar y refugiarte; y te sumerges en ese submarino de humo de colores con un canuto y una taza de té bien caliente, al ritmo de un reggae que te acuna las neuronas.
Si por el contrario el día amanece radiante, con un sol de otoño, coges la chaqueta y te encaminas entre el tráfico de sus calles y puentes, hacia las afueras de la ciudad, al Vondelpark. Allí, junto al lago y con un par de amigos, compartes unas setas alucinógenas, de esas que ya no venden, pero que sus raíces aún te hacen flipar. Y mientras cae la tarde, tú te ríes sin descanso porque la hierba se mueve, porque la gente te mira, y porque todo vuelve a cobrar sentido y tu cuerpo parece levitar anclado únicamente por una pesadez extraña en las extremidades.

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