martes, 10 de diciembre de 2013

Esposos de sal

Hoy me caso, en Las Vegas. Mi novio me espera en un pueblito andaluz; mi madre en Madrid.  Mi vuelo a África sale de Barajas en menos de una semana, mientras mi futuro marido aguarda ya en el altar de esta pequeña capilla con luces de neón. ¿Cómo decirle que su mejor amigo extraña mi cuerpo en su cama? ¿Cómo hablarle de esa relación seria que me acosa y de los amantes pasajeros que ahora deciden recordarme? 
No sé cómo afrontar este chiste que es mi vida, pero aquí estoy, en Las Vegas, en pleno desierto en lo más profundo de Estados Unidos, en una ciudad más del inmenso continente americano. Las Vegas, ciudad de perdición. ¿Cómo no iba a casarme? Es el tópico típico de esta ciudad del pecado, y él es Elvis y yo Marylin. Y hay una apuesta de por medio, y un viaje y múltiples secretos, y sexo, mucho sexo. 


Seguramente lleve mucho tiempo leyendo la saga de Canción de Hielo y Fuego, de donde he robado el término “esposas de sal”, pero si digo “una mujer en cada puerto” cualquiera me entiende. Los marineros, esos hombres aguerridos, fieros, curtidos por la sal y la batalla, inquietos y esquivos, sin más amarre que la constancia de las olas. Fueron los primeros viajeros, piratas o comerciantes… tanto da. Cuando el mundo se te pone en bandeja y las leguas de mar te separan de los tuyos, y la noche es fría y exótica, y el mar te ha dejado sediento, y todo es nuevo… Te asomas a otra vida por descubrir, y ya no recuerdas tu casa, ni tu patria, ni tu mujer; sólo los pechos generosos de quien te abrigará esta noche. 

Pero en el siglo XXI ya no son los marineros, sino las chicas de ciudad, quienes quieren conocer mundo y dejarse seducir, sin complicaciones. Por eso Las Vegas y un matrimonio vacío pero repleto de alcohol, y por eso África, que me espera virgen y ávida, y lo que me depare el tiempo, sin ataduras, sin complicaciones, ciudadana mundo. 

viernes, 6 de diciembre de 2013

Sudáfrica, nación de Mandela

Hoy el país se viste de luto para despedirse de su héroe, de su dios omnipotente y particular. Mandela se ha ido, a sus 95 años, con la conciencia tranquila (espero), después de haber convertido un país lleno de odio en una nación en paz, igualitaria (al menos en teoría), donde la diferencia racial empieza a ser cosa del pasado.

Monumento a Mandela en Port Elisabeth, South Africa.

Hace menos de una semana que cogí el avión de vuelta a mi casa, dejando atrás dos meses de aventuras y descubrimiento en este maravilloso país que es Sudáfrica. Él ya estaba enfermo, muy enfermo, mantenido con vida por máquinas cargadas de intereses. Aún así, su presencia en el país era palpable, a pesar de la tensión en el aire que auguraba que el final se acerca. Su imagen te persigue en los museos, en las calles, en las camisetas de los turistas y hasta en las de los propios sudafricanos. Es un símbolo, una imagen de orgullo, un reclamo, el triunfo de los derechos humanos sobre la tiranía, el perdón extremo, el renacimiento sin rencores... ¿Cómo alguien que ha pasado 27 años en la cárcel, en ese islote aislado del mundo que supone Robben Island, condenado por defender y luchar por los derechos humanos y la igualdad y la libertad y todas esas cosas buenas que queremos todos, cómo alguien que ha sufrido el desprecio por su color de piel, y ha vivido la destrucción de su familia a manos de aquellos blancos que se creían superiores, cómo alguien así es capaz de salir y perdonar y convencer a su nación de que perdone y olvide?

Por eso Mandela es el icono que es, y su lucha por la libertad no acaba con él, sino que continúa en su recuerdo. Gracias Madiba por esperarme, por dejarme vivir contigo esa Sudáfrica, esa tierra prometida, mixta, bella y eterna. 

La muerte es algo inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que él considera como su deber para con su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que he hecho ese esfuerzo y que, por lo tanto, dormiré para la eternidad. Nelson Mandela