jueves, 6 de noviembre de 2014

Sudáfrica (2): Garden Route

(...) Antes de pensar en el regreso, reservar cuatro o cinco días para darse un paseo por la Garden Route es más que recomendable. La nación del arcoíris es un paraíso en sí misma, pero es la costa sur la que se conoce por sus verdes y frondosos paisajes, sus playas paradisíacas y sus reservas de animales. La ruta de los jardines la construye cada viajero a su medida: es un viaje improvisado donde dejarse enamorar por las vistas y parar en cada rincón imposible, durmiendo en albergues, haciendo amigos, y desatando pequeñas dosis de locura personal. Para empezar sólo hace falta un coche alquilado y un valiente que se atreva a conducir por la izquierda, luego incorporarse a la Nacional 2 hasta Mossel Bay, ciudad que abre la “Garden” por sus espléndidas playas y acantilados, lugar ideal para surfistas y avistamiento de ballenas. De aquí hasta Port Elisabeth (a 400 kilómetros de distancia), todo es posible. Lo normal es visitar las Kangoo Kaves (gigantescas cuevas de estalactitas y estalagmitas), montar en avestruz y saborear su carne en una de las múltiples granjas que hay en el camino, bañarse en el océano Índico, hacer excursiones a pie por la exuberante reserva natural de Tsitsikamma, ir de safari al Addo Elephant Park en busca de los “Big Five” (cinco de las especies animales más representativas de África) o visitar pueblecitos costeros con encanto como Wilderness o Knysna.
 
De paseo con leones
 
Pero en este viaje también hay ocio no apto para cardíacos: si buscas emociones fuertes siempre queda la opción de un baño en jaula con tiburones blancos, o un paseo con leones al atardecer con un palo como única defensa. Pero sin duda, la mejor experiencia es asomarse al puente Bloukrans y, con un poco de ayuda, situarse en el borde y sacar la punta de los pies (atados con una cuerda), y mientras toda tu naturaleza te grita, te increpa, te exige que retrocedas, la cuenta atrás en inglés te empuja hacia delante: “…three, two, one…” y ya estás volando, cayendo irremediablemente hacia el fondo del valle, 216 metros de adrenalina pura, o 2 segundos (que es lo que tardas en quedarte colgando boca abajo a la espera de que te recojan) que te dejan espídico para el resto del día; por algo es el puenting más alto del mundo, según reza el libro Guinness de los Records.
 
 
De nuevo en tierra, y tambaleándote, después de un viaje tan intenso, ya puedes subir al coche y volver a casa, con la maleta llena de instantáneas inolvidables. Por cambiar de paisaje, coge la Ruta 62, carretera infinita y solitaria del interior que discurre entre páramos desérticos y pondrá el toque definitivo a la aventura. Y ya por fin, el perfil de Table Mountain se recorta, azul, con la luz del ocaso; hemos vuelto a Ciudad del Cabo, a la espera de coger el vuelo que nos devolverá a la realidad. Pero para que la espera no se haga muy larga, ¿por qué no aprovechar las últimas horas para disfrutar un poco más de la ciudad? Un salto en parapente desde Signal Hill, sobrevolando las laderas de Table Mountain, flotando con las corrientes de aire hasta aterrizar junto al mar es una buena forma de despedirse. Para los menos temerarios siempre quedará el típico ascenso en funicular a la montaña, o una buena caminata, cuando el tiempo lo permita y el mantel de nubes brille por su ausencia. Adiós Sudáfrica, tierra prometida, mixta, bella y eterna.
 
Volando por los cielos de Cape Town
 
 
 

Sudáfrica (1): Cape Town

Con una extensión gigantesca y una variedad paisajística casi infinita, Sudáfrica nos desborda. Tan lejana, tan distinta, tan ambigua, no es el África que nos cuentan las noticias, es mucho más. Se necesita tiempo para deglutir este país, para aclimatarse y descubrir todo lo que puede ofrecer, por eso esta vez sólo nos acercaremos a la costa sur, la zona más verde y cosmopolita del continente. Ciudad del Cabo se erige como capital de esta región, joven, insegura y multilingüe, base de operaciones para conocer un poquito de esta vasta nación tan llena de contrastes.
Bajas del avión y es verano en Navidad. Tu chófer arranca y se incorpora, por la izquierda, al tráfico amable de Ciudad del Cabo. En seguida la township atrapa tu atención, Khayelitsha, barrio de relegación racial de la época del apartheid, que se extiende junto a la carretera nacional, y que evidencia, aún hoy, el fracaso de las políticas de igualdad impulsadas en el país. Barrio de negros, de chabolas, una ciudad entera construida de ojalata y maderas, donde la presencia blanca se recibe con murmullos de extrañeza; y a sólo unos pasos de la gran ciudad, Cape Town, seguramente la más cosmopolita de todo el continente.


Silueta de Table Mountain

A la sombra de Table Mountain, una de las montañas más características del mundo por su impresionante meseta, se esparce la capital, encajada en los entresijos que dejan las colinas adyacentes. Circulando por las grandes avenidas con palmeras, desembocamos en el mar, concretamente en el Victoria and Alfred Waterfront y su paseo marítimo, que sirve de puerto deportivo y centro comercial, con escaparates demasiado exigentes para el bolsillo de la población mayoritaria. Pero aparte del lujo y el derroche que irradia dicho centro, sirve también como punto de partida hacia Robben Island, un pequeño islote a treinta minutos en barco, conocido por ser la prisión donde Mandela pasó dieciocho años encerrado, en su constante búsqueda hacia la libertad y el reconocimiento de los derechos humanos. De la mano de un expreso político, puedes asomarte a la opresiva celda y caminar por los corredores y los patios grises que sirvieron de hogar a Madiba durante tantos años, y que, de alguna extraña manera, contribuyeron a crear al héroe, a ese ídolo que supo dejar atrás el odio y convencer a su nación para que perdone y olvide.
Prisión en Robben Island
Ya de vuelta al continente, ¿por qué no un paseo junto al mar? El Océano Atlántico tiene fama de frío por estas latitudes, y las colonias de pingüinos que habitan algunas playas dan fe de ello. La arena blanca y el agua turquesa invitan a bañarse, pero si no desaniman los habituales avistamientos de tiburón, seguramente se quiten las ganas con sólo meter los pies en la orilla. La otra opción es caminar por el paseo marítimo junto a las mansiones de las celebridades, disfrutar del paisaje y de la gente, saludar a los surfistas, buscar focas y ballenas en el horizonte, y deleitarse con la puesta de sol sobre el océano subido a una roca en la playa o con una buena copa de vino en alguna terraza frente al mar. Y es que Sudáfrica también sabe de vinos: por influencia de los hugonotes y unos pocos Rands (moneda oficial) puedes acudir a una cata de vinos en la famosa ciudad de Stellenbosch, a sólo cuarenta minutos de Ciudad del Cabo. Las suaves colinas ondulantes te adentran en las fincas y viñedos donde degustar tintos, blancos y rosados, sauvignon y chardonnay, supone acabar completamente borracho antes de la hora de comer. Para contrarrestar el efecto no hay nada mejor que una buena “braai”, palabra en afrikáans para designar las típicas barbacoas que causan furor en el país, y probar así carnes de antílopes extraños como el kudu o el springbok.
Atardecer en Cape Town
En la capital la oferta de ocio es infinita: desde un picnic en el jardín botánico más bonito del mundo, el Kirstenbosch, donde puedes empacharte de esterlicias y proteas (flor nacional); pasando por los coloridos mercados de fin de semana; hasta salir de fiesta por la concurrida Long Street, donde engullir con las manos guisos africanos y envidiar el ritmo innato de los negros en la pista de baile. Con el nuevo día, la visita obligada es una excursión al famoso Cabo de Buena Esperanza, uno de los extremos más meridionales del continente. Encaramado allí sobre los acantilados, con el viento incesante que todo lo ensordece y el horizonte como única barrera, no es difícil imaginar cómo confluyen las aguas bravas de los dos océanos, Atlántico e Índico.
Proteas en el Kirstenbosch
 
Continuará...
Publicado en la revista Experpento

Castillo de naipes

Soy la última carta de la baraja, allá arriba, colocada con la yema de los dedos índice y pulgar y el pulso firme de haber jugado con el muñeco de "Operación" cuando éramos pequeños. Situada entre plegarias y con el alma en vilo, parece que floto en armonía, sobre ese castillo fantasma y enclenque. Bella, trémula y pletórica, inconsciente de que ha llegado el invierno, y ya no sólo toca cambiar de color sino derrumbarse en estampida y hundirse en el fango.
 
Hay un vendaval tras la ventana, y ya no sé si me caigo o vuelo. Y si vuelo... ¿a dónde voy? ¿Podré arrancarme las raíces o me pesarán en la conciencia? El miedo es atroz, paralizante.