lunes, 23 de julio de 2012

Luarca


Mientras la Marcha Negra se encaminaba a Madrid, yo iba camino de las costas asturianas. A la altura de Benavente nos cruzamos con ellos, los mineros, símbolo y agentes de la revolución contra los recortes que tanto nos ahogan. Irse de vacaciones, si ya era un lujo, se ha convertido en un privilegio que excluye cada vez a más familias. Por suerte nosotros hemos podido continuar la tradición veraniega de enganchar la caravana y tomar rumbo Norte, en un plan modesto que a muchos espanta pero que va ganando adeptos según la cosa se pone chunga (económicamente hablando), y que es irse de camping.

Huyendo del calor madrileño que nos castiga en verano, Luarca, un pueblecito de tantos, te acoge con su aliento salado y sus noches de jersey. Pueblo pesquero, ballenero de tradición, va descendiendo por el acantilado hasta llegar al puerto, con sus casitas blancas y su fondo verde, sobrevolado de gaviotas. De vigía se alza el faro y la iglesia, junto al silencio de los muertos, que disfrutan de las vistas más envidiables, abiertas al mar y al pueblo. Severo Ochoa yace entre ellos, calado de blanco en su tumba privilegiada. 

El mar en el norte es bravo y frío, de un azul que hiela los pies. La playa se hace eterna cuando baja la marea, todo arena vacía hasta llegar al agua que se escapa, sin aglomeraciones, sin desmayos de calor, sólo tú y los acantilados que ponen fin entre rocas y espuma a la fuerza de las olas. Cuando alguien me pregunta si prefiero playa o montaña, yo le miro sin entender, puedes tenerlo todo sólo con ir hacia el Norte.  La playa ya no es playa si no está rodeada por el vergel de eucaliptos y bosque salvaje que se adentra en el mar. Otur, Sabugo, Barayo… son sólo algunas de las calas y playas que hay cerca de Luarca, donde pasar un día en el paraíso, cada cual más virgen e inaccesible.
Playa de Otur
Luego llega el problema del alojamiento. Para mí no hay duda. Camping Playa de Tauran. A tres kilómetros de Luarca, entre campos de maíz y vaquerías, en lo alto de un acantilado, con el mar a tus pies y las puestas de sol más alucinantes. Para el que no sea amante de la tienda de campaña, hay bungalows perfectamente equipados. Pero yo recomiendo llevar una tienda y colocarse en el extremo más alejado, con la brisa marina de despertador natural y primera línea de amaneceres y atardeceres inolvidables. Ajeno a cualquier otro campista. Por las noches se puede bajar al pueblo y quedarse por el puerto de fiesta, o bien comprar una caja de sidras y acercarse al mirador o a la playa (al lado del camping), donde no molestas a nadie y dejarse embriagar poco a poco, con las notas de la guitarra que alguien llevó, según va escanciándose la noche y caen las estrellas fugaces desde esa obra de arte que es el cielo sin nubes en este rincón oscuro y perdido del mundo.