miércoles, 11 de abril de 2012

Pagano Cádiz

Escapando de las procesiones y aprovechando los días no tan santos de la Semana Santa, esos que sólo disfrutan niños y universitarios, me he dado una vuelta por Cádiz. Yo, escéptica del Sur español, he de decir que Cádiz engancha, con sus casitas blancas, sus playas eternas y el pescaito frito que rezuma la costa. Desde Tarifa hasta Cádiz ciudad, con residencia en Conil, esos han sido mis cinco días de vacaciones. Despertar en el Hostal Torre de Guzmán y bajar a desayunar una tostada con tomate y aceite pasando por el patio interior lleno de flores y enredaderas. Después, con la calma que infringe el mar en los huesos, bajar la cuesta, acompañado de turistas y bares, hasta la playa, empujado por el viento infinito y las ganas de tocar el agua tibia de abril. Te descalzas y arremangas los pantalones. Los dedos del pie se hunden en la arena fría, que va cambiando de textura, humedeciéndose hasta encontrarse con el agua, con la ola despistada que se te sube hasta la rodilla, y tú te ríes y te acostumbras lentamente al sabor salado que te ha calado las entrañas andando por ese perfil eterno que es la playa gaditana.

Me gusta perderme por las calles de Conil, tan pequeño y tan blanco, lleno de esas tiendas hippilongas que tanto me gustan, donde me probé mil y un vestidos y donde me compré otros tantos collares. La oferta de mojitos, el ambiente nocturno hasta en días laborales, un concierto en vivo, un té moruno en el bar Nirvana y una pizza al bajar la calle. Leer un libro, tomar el poco sol que nos hizo y ver la luz que se escapa entre las nubes al anochecer.

Otro día nos dedicamos a recorrer pueblecitos: Zahara de los Atunes, Vejer, Barbate y Tarifa. Filetes de atún, mercado de abastos, calles más estrechas y más largas, con más tiendas, con más playas. Un vino dulce para pasar la comida. Calamares.

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